Nota técnica | Crónica de una muerte anunciada: las lámparas fluorescentes compactas

Por Cecilia María Rosales Marsano
Iberciencia. Comunidad de Educadores para la Cultura Científica

En la adopción de las lámparas fluorescentes compactas para uso domiciliario no se aplicó el principio de precaución. Su implementación no logró el objetivo de reducción de demanda eléctrica y hoy, a siete años de su aplicación, estas luminarias están cuestionadas por sus contenidos contaminantes.
Muchos dicen que si la humanidad hubiera aplicado a rajatabla el principio de precaución, seríamos aún australopitecos, afirmación que estimo bastante exagerada, ya que la correcta aplicación del principio solo nos invita a ser precavidos.
Desde esta perspectiva no deberíamos ver a los avances tecnológicos como una amenaza directa hacia nuestra salud o la del planeta, sino como una alternativa posible, la que tenemos el derecho de aceptar o rechazar de forma responsable. Esto implica que los ciudadanos necesitamos información y el Estado debe garantizar que nos llegue de manera fidedigna para poder realizar la elección correcta.
Sin embargo, hoy las sociedades han evolucionado y no toda tecnología se encuentra a disposición de todos, sino que existen regulaciones que actúan como filtros entre los avances y los ciudadanos. Más aún, existen pactos internacionales que reconocen las consecuencias transfronterizas de las actividades que se desarrollan en una determinada jurisdicción afectando a otra nación, por ejemplo, contaminando aguas comunes.
En este sentido, en 1997, en el marco de Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (CMNUCC), se firmó el acuerdo internacional conocido como “Protocolo de Kioto” que tiene por objeto reducir las emisiones de gases de efecto invernadero por su impacto en el calentamiento global y consecuente cambio climático. Estos gases son: dióxido de carbono (CO2), metano (CH4), óxido nitroso (N2O), y tres gases industriales fluorados: hidrofluorocarburos (HFC), perfluorocarbonos (PFC) y hexafluoruro de azufre (SF6).
Posteriormente, en octubre de 2013, en el marco del Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA), se firmó en Minamata, Japón, el convenio mundial sobre el mercurio. Su objetivo es reducir el suministro y comercio de mercurio, eliminar o reducir ciertos productos y procesos que lo utilizan y controlar su emisión y liberación, ya que es un material muy tóxico y persistente que contamina los ecosistemas acuáticos y terrestres, y que a través del aire, el suelo y el agua puede llegar a las personas. Tiene impactos negativos en la salud, afectando entre otros, el desarrollo neurológico, la reproducción, el embarazo y los bebés. Su volatilidad le permite desplazarse a grandes distancias y tiene capacidad de acumularse y concentrarse en organismos, impactando en las cadenas alimentarias acuáticas. A modo de ejemplo, peces de consumo habitual como el atún pueden contener cantidades de mercurio peligrosas para la salud humana. Entre medio de ambos convenios muchos países europeos, Corea, Japón, Australia, Brasil y Argentina adoptaron las lámparas fluorescentes compactas, conocidas por sus siglas “LFC”.
En Argentina, como en diciembre de 2007 se aprobó el Programa Nacional de Uso Racional y Eficiente de la Energía -PRONUREE- que, entre otras cosas, involucró la sustitución de las luminarias de la vía pública de tecnología conocida como “de mercurio” por luces de menor consumo, conocidas como “de sodio”; así como también el uso de LFC, conocidas como “lámparas de bajo consumo”, en las casas de familia. Uno de los primeros pasos para el cambio de las lámparas incandescentes tradicionales lo dio el Estado con la adquisición de cinco millones de LFC que se repartieron sin cargo en los domicilios. En una segunda etapa, se amplió la sustitución de veinte millones de lamparitas colocadas en el mercado a precios promocionales. Con esa sustitución se especulaba lograr un ahorro equivalente al 6% de la demanda anual de energía. Las empresas entregaron dos LFC por vivienda a cambio de otras incandescentes, que eran destruidas en el acto.
Sin embargo, en muchos países el uso de lámparas de bajo consumo se impuso por ley sin considerar los riesgos sanitarios y ambientales presentes en su rotura y descarte. En esa ocasión, las LFC se mostraron como la mejor alternativa para el cuidado del ambiente por su capacidad de iluminar más con menos energía. Sin embargo, por su contenido de mercurio, al momento de desecharlas deben ser separadas de la basura y tratadas con un método especial. Si no se puede asegurar una disposición final controlada, estos residuos terminan en los rellenos sanitarios o en basurales a cielo abierto, derramándose el mercurio en estos vertederos.
Tampoco se ha avanzado respecto de la información a exigir al fabricante, ya que el etiquetado de algunas lámparas genéricas de origen asiático no indica qué cantidad de mercurio contienen, lo que impide al ciudadano optar por una marca u otra; ni instruye sobre qué precauciones se deben tomar para desecharlas. Esta última omisión impacta directamente sobre la salud, ya que por la toxicidad del mercurio, ante la rotura de una de estas lámparas se recomienda abandonar el lugar al menos quince minutos, y ventilar. Para la recogida de los fragmentos y el polvo, se indica realizarla con un papel o cartón duro, sin usar aspiradora ni escoba, manteniendo los ojos, la boca y las manos cubiertos. Finalmente, los desechos se deben colocar en una bolsa plástica, destacando que contiene residuos de mercurio. No se organizaron sitios para la recepción de lámparas en desuso.
Por otra parte, no se avanzó sobre la responsabilidad de las empresas fabricantes. En otros países, las empresas productoras debieron instalar y financiar sistemas de gestión de las lámparas desechadas, que se encargan de su recolección, tratamiento y reciclado.
Como se observa en el ejemplo, la buena intención de colaborar con la reducción de los gases de efecto invernadero disminuyendo el consumo de energía fue opacada por la omisión del principio de precaución en la adopción masiva de las LFC. El Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española define la precaución como la “reserva, cautela para evitar o prevenir los inconvenientes, dificultades o daños que pueden temerse”. La esencia de este principio es que respalda la adopción de medidas protectoras antes de contar con una prueba científica completa sobre un riesgo.
Después de un proceso maduración lento, hoy podemos distinguir dos elementos esenciales: una constante que se refiere al hecho de tratarse de una situación de incertidumbre respecto de la existencia de un riesgo de daño grave e irreversible, y una exigencia, la de tomar medidas prematuras, proporcionadas y aptas para evitar el daño sospechado. Así delineado, el principio que nace en los terrenos del medioambiente, y se extiende luego al campo de la salud pública y la alimentación, hace su encuentro con la responsabilidad civil, encuentro del que todavía son inciertas sus consecuencias.
Este principio, como nuevo paradigma del derecho ambiental, sirvió como eje fundamental del Convenio de Estocolmo (2001), en razón a que introduce un criterio de anticipación en la adopción de medidas para limitar los efectos de los contaminantes orgánicos persistentes -COP-, aunque no se cuente con total certeza de la gravedad o irreversibilidad del daño que puedan producir. Como vemos, el enfoque precautorio se ha incorporado en varios acuerdos internacionales sobre el medioambiente, y muchos afirman que actualmente está reconocido como un principio general del derecho internacional en la materia, siendo uno de sus conceptos más flexibles, pues adquiere distintos significados dentro de los dispositivos que lo consagran, y sus mecanismos de activación cambian según los niveles de riesgo y de restricción normativa de cada contexto, aplicándose a diversos temas como derechos colectivos, residuos, diversidad biológica, minería, por mencionar algunas áreas.
A partir de Estocolmo, se entendió que la mejor forma de proteger la salud de la población y del medioambiente es mediante la eliminación o sustitución de las sustancias peligrosas. A partir de Minamata se entendió que el mercurio también debía regularse. Este acuerdo resulta muy relevante, ya que es el primer convenio mundial de protección de la salud y el medioambiente que se aprueba en la última década, en un momento en el que los procesos multilaterales en ámbitos como la lucha al cambio climático están fracasando.
Sin embargo, hace muy poco tiempo, para reducir el calentamiento global y sin medir las consecuencias a largo plazo, numerosos países adoptamos la tecnología de las LFC que contenía el ya peligroso y hoy proscripto mercurio, descartando las lámparas incandescentes, inocuas desde la perspectiva de Minamata. La sociedad en su conjunto realizó esfuerzos que significaron costos hasta diez veces mayores al adoptar la tecnología de las LFC para disminuir las emisiones de dióxido de carbono, sin embargo se adoptó una tecnología que involucraba una sustancia conocida como peligrosa, el mercurio, y que hoy está cuestionada.
Los países en vías de desarrollo debemos aprender de esta experiencia que implicó esfuerzos de la sociedad en su conjunto, que tuvo que sacrificar otras prioridades para aggiornarse con tendencias otrora de vanguardia que hoy están siendo cuestionadas. Máxime cuando a pesar de su implementación no se redujo la demanda, a raíz de cambios socio-económicos y tecnológicos, muchos hogares pudieron acceder a equipos de aire acondicionado, que antes no podían utilizar. Una salida equilibrada parecería aplicar el principio de precaución, y no obligar por ley a adoptar una nueva tecnología sobre la cual no existe historia sobre su impacto en la salud humana o en el ambiente. Quizás hoy, en el tránsito hacia nuevas tecnologías como los ledes, nuestra sociedad debería ser más cauta, sin temer que esta precaución sea interpretada como una posición conservadora.

 

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