El 7 de diciembre de 1676, el danés Ole Rømer (1644-1710) determinaba la velocidad de la luz: doscientos catorce mil kilómetros por segundo (214.000 km/s). A pesar de sus rudimentarios instrumentos, anduvo cerca, y por tal razón el buscador lo recordó con su ya tradicional doodle. Ese día, el astrónomo danés Ole Rømer descubrió que el lapso de tiempo entre los eclipses de Júpiter con sus lunas es menor cuando la Tierra se mueve en dirección a ese planeta.
La naturaleza de la velocidad de la luz ha sido objeto de debate a lo largo del desarrollo del pensamiento y de la historia del mundo. Ya en la antigua Grecia, los filósofos discutían sobre este fenómeno sin hallar una respuesta a su pregunta. Desde los griegos a los egipcios, y pasando por los pensadores del Islam, hasta llegar a la filosofía occidental moderna: todos cuestionaron su naturaleza, y algunos lo hicieron con mayor acierto que otros.
Hoy, el mundo conoce que la luz no es infinita ni instantánea, aunque no siempre se creyó que fuera así. Aristóteles, entre otros, apuntó que esas dos eran las características que distinguían a la velocidad de la luz porque cualquier otra teoría implicaría demasiada “tensión” para el sistema de creencias del ser humano, lo que haría imposible creer en ella.
Descartes y la teoría corpuscular
Veinte siglos después, la proposición de Aristóteles fue negada por René Descartes, para quien la luz solo podría ser infinita puesto que, en el caso contrario, todo su sistema de creencias y sus teorías filosóficas serían erróneas. El filósofo francés defendió lo que se denomina como “teoría corpuscular”, que enunciaba que la luz estaba compuesta por corpúsculos que viajaban a velocidad infinita. Descartes sostenía que, en el caso de que la velocidad de la luz fuese finita, la Tierra, el Sol y la Luna estarían desalineadas durante un eclipse, algo que los científicos de la época no habían observado. De hecho, Descartes estaba convencido de que si la velocidad de la luz era finita, todo su sistema de filosofía quedaría refutado.
Tal fue su oposición a creer que la luz fuera finita que se opuso, radicalmente, al experimento con el que Galileo quiso acercarse a este fenómeno en 1638. El filósofo francés tildó de superflua la prueba del italiano que aspiraba a descubrir con qué rapidez se mueve la radiación electromagnética que percibe el ojo humano. Una prueba que fracasó aunque el científico colocó a todo su equipo en la montaña y fue variando la distancia entre ellos para ver si, con una linterna hacia el cielo, eran capaces de medir el paso de la luz.
Galileo fracasó y no fue capaz de descifrar un enigma que no dejó de intrigar a los científicos hasta que, en el año 1676, el astrónomo danés antes mencionado descubrió la clave para resolver las grandes preguntas de la velocidad de la luz.
Júpiter, la clave
La noche de un 7 de diciembre hace 340 años, Rømer, que realizaba de forma regular observaciones a Júpiter y sus satélites (precisamente cuatro de ellos los descubrió Galileo –Ío, Ganimedes, Europa y Calisto–) con su telescopio, reparó en un detalle que hasta entonces no había percibido: que cuanto más lejos estaba la Tierra del quinto planeta del sistema solar, más retrasados se percibían los eclipses de las lunas de Júpiter.
Esa diferencia en el tiempo no era otra cosa que la velocidad de la luz, que se podía cuantificar si se medía el tiempo de más que tardaba en vislumbrar la luz de los eclipses desde la Tierra. Así, Ole Rømer continuó con sus observaciones y seis meses después ese “tiempo extra” disminuyó debido a que Júpiter y la Tierra se acercaban. Por este motivo, y a raíz de sus contemplaciones, Rømer estimó el dato en doscientos veinte mil kilómetros por segundo (220.000 km/s). Una cifra errónea que, con el paso del tiempo, se ha corregido. En la actualidad, la velocidad de la luz equivale a 299.792,458 kilómetros por segundo. |